El compromiso multicultural
Por Ana Marta González.- Se habla de proteger políticamente la diversidad cultural. Multiplicidad o variedad de culturas ha habido siempre. Frente al «asimilacionismo» tradicional se propone ahora el «multiculturalismo».
La naturaleza humana no sólo pide libertad, sino sentido. Occidente, en la actualidad, está en condiciones de ofrecer lo primero –hay que agradecerlo–, pero no lo segundo.
La presencia de una variedad de culturas significa intensificar las ocasiones de búsqueda, y, casi en la misma medida, de mezcla cultural. Las síntesis culturales las realizan los individuos con sus vidas.
La variedad, la diversidad, es uno de los tópicos de la cultura postmoderna. Y éste «tópico» ha venido a coincidir en el tiempo con el fenómeno social conocido como «multiculturalismo», un término no exento de ambigüedades, que requiere de ciertas precisiones. Multiplicidad o variedad de culturas ha habido siempre. Lo que hoy se sugiere como novedoso es la convivencia de diversas culturas en un marco político común. Aunque, bien mirado, el asunto no es tan nuevo. Así, por ejemplo, el Imperio Romano constituyó en su época una forma política compatible en principio con la diversidad cultural, aunque con el tiempo trajera consigo la romanización de estos pueblos. Evitar un proceso semejante es lo que hoy se tiene en mente cuando se habla de proteger políticamente la diversidad cultural. Frente al «asimilacionismo» tradicional se propone ahora el «multiculturalismo».
Culturas asentadas y culturas inmigrantes
Como ha apuntado Kymlicka, esta propuesta tiene lugar en dos frentes, o responde a dos fenómenos distintos: de una parte, a la existencia de culturas territorialmente asentadas con anterioridad al surgimiento del Estado-nación moderno; de otra a la diversidad cultural resultante de la inmigración.
Un ejemplo de lo primero lo tenemos precisamente en España, que para muchos constituye el paradigma de la transformación del Estado-nación moderno en un Estado plurinacional. No obstante, esta fórmula es un tanto equívoca, pues si bien sugiere la idea de «unidad política y la diversidad cultural», en la práctica ha significado el desarrollo de políticas específicas para cada territorrio, en lo que bien pudiera ser una réplica light de la administración estatal. Es posible que la preservación –y en muchos casos reinvención– de las «culturas autóctonas» requiera de semejantes medidas políticas. Pero, según lo entiendo, esta solución más bien habla en contra de la salud de dichas culturas; o tal vez ocurra, simplemente, que no sabemos de qué hablamos cuando hablamos de «cultura»; quizá la confundimos con el «folklore». De cualquier modo, mi intención aquí no es perseguir esta cuestión, sino tan sólo apuntar que el requerido «reconocimiento político de las minorías» podría llevar, a plantear un problema análogo en el seno mismo de las autonomías (por ejemplo, la población andaluza en Cataluña, o la población gallega en el País vasco); si finalmente esto no ocurre, esto es sólo porque, en última instancia, este tipo de cuestiones no se deciden exclusivamente en términos políticos, sino que hay un elemento humano, dinámico e incodificable, que opera como factor de cohesión social. Esto es lo que yo entiendo propiamente por cultura. Este es el elemento que, en mi opinión, falta en otros conflictos semejantes.
De todas formas, cuando hoy se habla de multiculturalismo, se tiene más a la vista el otro fenómeno antes apuntado.Y es que, desde hace algunos años, coincidiendo con la afluencia de numerosos inmigrantes procedentes en su gran mayoría de pueblos africanos y orientales, Europa viene experimentando con especial agudeza los problemas que plantea la convivencia de personas procedentes de diversas tradiciones culturales. Otro tanto cabría decir de Norteamérica.
En este sentido conviene notar que el reciente discurso acerca del multiculturalismo apunta en sí mismo a un problema más radical que las eventuales disfunciones sociales y económicas suscitadas por estas migraciones; por esta razón se juzga insuficiente el tratar estas cuestiones en el marco estrecho de la legislación laboral. Se trata de un fenómeno de mayores dimensiones: por vez primera en la historia, una cultura como la europea acoge en su seno a una población masiva procedente de otras tradiciones culturales, con otras prácticas, y otros usos. No se trata ya –como en el caso del Imperio Romano, en la Antigüedad, o el de la colonización española a comienzos de la Edad Moderna– de exportar una cultura, sino de acoger culturas distintas; asimismo, no se trata ya –al menos aparentemente– de imponer la propia cultura, sino de afrontar el reto de una convivencia armónica bajo el signo del reconocimiento de las minorías.
Por «reconocimiento», como queda sugerido, no hay que entender en este contexto exclusivamente el desarrollo de un talante individual aperturista sino el fomento de una política de protección de minorías étnicas, culturales, religiosas, que a la hora de entrar en el circuito de promoción social y económica propio de las sociedades occidentales, se encuentran en situación de inferioridad frente a las tradiciones autóctonas, con la amenaza que esto representa para la subsistencia de aquellas minorías. Naturalmente, el modo de plantear esa protección política de las minorías es un tema sujeto a controversia, y, dada la variedad de «minorías» no parece adecuado hablar de soluciones generales. Pero aquí no quiero tampoco entrar en estos problemas. Me interesa más bien reflexionar sobre los supuestos de este debate, yendo un poco más allá de los planteamientos habituales.
¿Por qué multiculturalismo?
En mi modo de dar cuenta del problema ya he apuntado alguna reserva: ¿hasta qué punto es ajustada a la realidad esa pretensión de no imponer la propia cultura, que hoy hacen suya los liberales de Occidente? En su momento, Hannah Arendt mostró las dificultades que esto comporta para el judío. ¿Acaso no impone el Estado liberal un modelo de hombre? ¿Quién piensa que es lo mismo un chino de Pekín que un chino americano, incluso si este último come todavía con palillos? La neutralidad del Estado liberal es una neutralidad ficticia. Pero no sólo –por seguir con el caso americano– porque haya favorecido a la cultura anglosajona, sino porque el mismo Estado liberal favorece un modelo de hombre. A este propósito viene a mi memoria un pasaje de la novela de John Steinbeck, Al Este del Edén, donde Lee, el criado chino de Adam Trask, se dirige a Caleb Trask en los siguientes términos:
«Somos gentes violentas, Cal. ¿Te parece extraño que yo también me incluya entre ellas? Acaso es cierto que descendemos de los inquietos, los nerviosos, los criminales, los pendencieros y los bravucones, pero también de los valientes, los independientes y los generosos. Si nuestros antepasados no hubiesen sido así, se hubieran quedado en su terruño natal en el Viejo Mundo, muriéndose de hambre sobre la tierra esquilmada (…). Es por eso por lo que yo también me incluyo. Todos nosotros compartimos esa herencia, no importa de qué país proviniesen nuestros padres. Los americanos de todas las razas y colores tienen, más o menos, las mismas tendencias. Es una raza…, seleccionada por accidente. Y por eso somos fanfarrones y pusilánimes al mismo tiempo … somos bondadosos y crueles como los niños. Demostramos nuestra amistad de un modo exuberante, y al propio tiempo los extranjeros nos dan miedo. Nos jactamos de nuestras cosas, pero nos dejamos impresionar fácilmente. Somos hipersentimentales y realistas al propio tiempo. Somos mundanos y materialistas…, pero ¿conoces alguna otra nación que actúe sólo por ideales? Comemos demasiado. No tenemos gusto, nos falta el sentido de la proporción. Despilfarramos nuestra energía. En el Viejo Mundo dicen de nosotros que pasamos de la barbarie a la decadencia sin detenernos en una cultura intermedia. ¿No será ello debido a que nuestros críticos no poseen la llave o el lenguaje de nuestra cultura? Eso es lo que somos, Cal…, todos nosotros. Tú tampoco eres diferente”.
Indudablemente, para Steinbeck la llave de la cultura americana es el empuje y la creatividad de la libertad humana. No sólo es que no falten referencias a ello en su obra, sino que la novela misma es una gran ocasión para subrayar esta idea. En esta actitud ante la vida, en esta valoración de la libertad individual llegan a comunicar los hombres más distintos, porque recoge una aspiración de todos ellos. Esta convicción, típicamente liberal, ha marcado desde el siglo XVII la historia de Europa, y ha sido durante todo este tiempo lo que ha conferido a los Estados Unidos el halo de idealismo que desde entonces ha fascinado a los revolucionarios del Viejo Mundo. Porque los Estados Unidos, a diferencia de Europa, habían nacido bajo ese presupuesto; nacieron ex novo y para el futuro; naturalmente este rasgo estaba llamado a generar, como viera Tocqueville en su momento, una cultura peculiar.
Sin duda Europa no es América, y ni siquiera la América actual es la América de finales del XIX. Tradicionalmente, y por lo menos en el caso americano, la población inmigrante acudía a su destino con una mentalidad de integración. Sabían que dejaban atrás muchas cosas, y que su vida cambiaría en muchos aspectos. La actualidad parece muy distinta. Aquellos ideales de libertad e igualdad, que habían inspirado el modo de vida de los pobladores del Nuevo Mundo, han llevado a conclusiones inesperadas, y así, a fines del siglo XX aquel modo de vida ha entrado clamorosamente en crisis, como no deja de testimoniarlo la literatura de fin de siglo.
En parte por eso, resulta muy razonable que la población inmigrante no esté ahora a favor de una integración completa en la sociedad occidental. Se entiende que simplemente quieran aprovechar las ventajas económicas que les proporciona Occidente, mientras mantienen tranquilamente su propio modo de ver la vida (que seguramente juzgan más humano en muchos puntos). Para ello, naturalmente, han de buscarse un hueco en la sociedad occidental, y lo encuentran, en parte por la misma tradición liberal –y, todavía antes la tradición humanista– que ha impregnado a nuestra cultura.
No es extraño, en este contexto, que se reclamen con fuerza los derechos de las minorías; lo que se reclama en realidad, es el derecho a vivir de una manera que, en el fondo, se advierte como más atenta a las humanas exigencias de nuestra naturaleza: una naturaleza que no sólo pide libertad, sino sentido. Occidente, en la actualidad, está en condiciones de ofrecer lo primero –hay que agradecerlo–, pero no lo segundo. Está asimismo en condiciones de satisfacer las necesidades de la vida –lo relativo a la supervivencia–, pero no tanto lo relativo a la vida buena. Por eso, en la medida en que la cultura parece ofrecer cierta orientación vital, me parece razonable atender a las reivindicaciones de las minorías. En el orden teórico seguramente no faltarán contradicciones –no es tan fácil asumir la idea liberal de hombre en el seno de una tradición cerrada–; pero al menos durante algún tiempo esas contradicciones no se experimentarán, en la práctica, como algo grave. Finalmente habrá de tener lugar una síntesis.
Las marcas de Occidente
Las contradicciones son inevitables porque la cultura occidental ha estado marcada desde sus orígenes por dos tendencias que la distinguen de otras culturas: el universalismo y la autocrítica. Efectivamente, como ha apuntado Spaemann, y ya observara Husserl en su momento, sólo la cultura de raíz europea ha experimentado de una manera insistente a lo largo de su historia el interés por extender más allá de sus fronteras un estilo de vida que podemos genéricamente calificar de «occidental». Cuáles sean los rasgos esenciales de tal estilo de vida es una cuestión difícil de responder, pues aquello que Occidente se ha visto urgido a extender por todo el mundo ha variado a lo largo de la historia, y acaso no deba fijarse su naturaleza de una vez por todas. Hoy por hoy, como ya hemos sugerido, el estilo occidental de vida (que en gran medida reproduce características esenciales señaladas por Tocqueville en su análisis de la sociedad americana), parece reposar en un sistema socioeconómico orientado por una parte a la generación de riqueza y por otra a la creación de un espacio vital en el que cada individuo puede disponer libremente de su vida. Pero, aparte de que tal descripción se ha hecho merecedora de ciertas correcciones comunitaristas, sería un error pensar que la vocación universalista de Occidente se ha limitado, a lo largo de toda su historia, a objetivos meramente económicos.
Lejos de esto, según Husserl, el rasgo que mejor ha distinguido a la cultura occidental desde sus orígenes griegos, ha sido la tendencia universalista de su pensamiento. Dicha tendencia universalista se plasma por vez primera en la filosofía griega, y continúa presente en la ciencia especulativa moderna; está presente en el derecho natural clásico, y toma una forma nueva en las modernas declaraciones de derechos humanos. En este sentido, también el hecho de entablar ahora un debate sobre este tema es altamente significativo de un modo de proceder tipicamente occidental.
Es conocido, sin embargo, que muchos elementos integrantes de nuestra tradición de vida y pensamiento han sido puestos en tela de juicio en nuestro siglo, confirmando entretanto el otro rasgos que la distingue: la autocrítica. En la actualidad, uno de los rasgos más criticados por los occidentales es, precisament, la misma tendencia universalista de su pensamiento, que ahora se califica de europea con el fin de equipararla en un plano de igualdad a otras tradiciones culturales no universalistas. El multiculturalismo adquiere en este contexto, un carácter problemático de dimensiones inusitadas. En medio de una de las crisis más profundas de su historia, Occidente se ve en la tesitura de acoger en su seno culturas muy diversas, que al no estar señaladas como la europea por la autocrítica, pueden presentarse, al menos en un primer momento, con más solidez y consistencia.
Dialéctica del multiculturalismo
Dejando a un lado la eventual inversión de perspectivas, es decir, la posibilidad de que lo que hoy es minoría llegara a ser una mayoría poco respetuosa, el verdadero problema que el debate sobre el multiculturalismo pone de relieve, surge tan pronto como, recordando su tradición de promoción humana, Occidente se plantea la necesidad de prestar reconocimiento y respaldo político a diferentes grupos que se presentan como minorías culturales sujetas a discriminación social. Esta precisión es importante, porque lo que está en juego no es tanto el carácter minoritario de los grupos culturales cuanto la diferente concepción del mundo; de hecho, cuando nos planteamos este problema, pensamos ante todo en la situación de los magrebíes en España, los turcos en Alemania, los kurdos en Turquía, los afroamericanos en Estados Unidos, etc., pero como observa Hermann Lübbe a nadie se le ocurre pensar que la minoría italianoparlante de Suiza se encuentre en la misma situación.
Lo relevante es la condición de minoría cultural marginada. Subrayar la palabra cultural tiene sentido, por otra parte, porque, como es sabido, en ocasiones se pretende incluir bajo el título de «minorías marginadas» a los homosexuales, reclamando reconocimiento para su opción de vida. A mi juicio se trata de cuestiones distintas. Sin descartar que pueda haber otros intereses en juego, lo que a primera vista se advierte es una transferencia de contenido de los términos, pues el título «multiculturalismo» no hace referencia tanto al reconocimiento político de toda opción libre de vida como al reconocimiento político de variadas tradiciones culturales.
Hechas estas precisiones, es cierto que el debate sobre el multiculturalismo, presenta, en apariencia, ciertas novedades, desde el momento en que el problema se plantea en términos de reconocer a grupos humanos en cuanto grupos, no ya en cuanto individuos. En apariencia porque, como ha sugerido Kymlicka, también la protección de las mayorías ejercida hasta el momento por los «Estados neutrales» podría verse, en alguna medida, como la protección de un grupo (mayoritario). Pero en apariencia también porque no hay inconveniente en interpretar el reconocimiento de los grupos culturales minoritarios en términos de reconocimiento de individuos pertenecientes a dichas culturas, desde el momento en que, como ha apuntado Taylor, la integración en una cultura desempeña un papel decisivo en la constitución de la propia identidad: para un individuo no es algo en absoluto accidental su pertenencia a una cultura, a una tradición, a un modo de vida compartido, mediante cierta familiaridad con unas prácticas y no con otras. De acuerdo con ello, entendemos que, desde el punto de vista del reconocimiento, la consideración del grupo añade el respeto a su estilo de vida, es decir, a las prácticas y visión del mundo propias de su cultura.
Hasta aquí ningún problema, aunque no está de más apuntar que el mismo argumento puede utilizarse para defender una férrea política de inmigración: con el fin de proteger la cultura de los habitantes del país. Por esta razón no estoy muy segura de que podamos esquivar la alternativa entre asentamiento territorial específico –apuntando así hacia un Estado plurinacional–, y la dispersión, que ocasiona tanto la asimilación a la cultura más fuerte, como el cambio cultural: un cambio cultural que no tiene por qué significar necesariamente la abolición de la diferencia. Como ya he mostrado mis reservas frente a la idea de Estado plurinacional, no parece que quepa otra salida que la mezcla cultural, el enriquecimiento mutuo de culturas diferentes.
Tal cosa no significa, en modo alguno, el desprecio de la diferencia. En mi opinión es positivo conservar la pluralidad de formas culturales, tanto o más que conservar la pluralidad de especies del sistema ecológico: pues, más allá de toda consideración utilitaria, intuimos que la desaparición de una especie y la desaparición de una cultura representa a una pérdida para la humanidad. Al mismo tiempo, sin embargo, no parece adecuado entender la conservación de una cultura en términos fijistas, ni resulta apropiado esperar que esta conservación sea efecto de políticas impuestas desde fuera, pues pertenece al propio dinamismo cultural el recibir influencias de otras culturas y la necesidad de adaptarse a nuevas situaciones. Precisamente en esta capacidad de adaptación a nuevas circunstancias, manteniéndose fiel a unos principios, cabe cifrar el vigor de una cultura.
Obstáculos al cambio cultural
A lo largo de la historia, la cultura occidental ha estado en condiciones de hacer esto precisamente por aquella capacidad de autocrítica a la que me refería anteriormente. Pero, como también apuntaba más arriba, ha llegado un momento en que esa capacidad de autocrítica ha tomado un sesgo suicida, pues la crítica, al ejercerse desde una razón pretendidamente sin supuestos, ha conducido a problematizar la universalidad de los logros de la cultura europea, llevándonos a la situación de relativismo cultural en la que hoy nos movemos, donde si ya no se encuentran argumentos racionales para oponerse a las prácticas de otras culturas que no están de acuerdo con la manoseada dignidad humana, es simplemente porque en el seno mismo de Occidente se debate la legitimidad los mismos o parecidos atentados: ¿acaso no resulta prácticamente inconsistente argumentar frente a un musulmán que la monogamia es una mejor opción que la poligamia cuando dentro de nuestras sociedades la legitimidad de la unión entre homosexuales, es una cuestión disputada?; ¿o condenar la esclavitud cuando se promueven campañas de esterilización forzosa en los países del tercer mundo?; ¿o protestar contra las pruebas nucleares que destruyen la vida del pacífico y promover activamente el aborto? Si se replica que el fundamento de todo lo que hoy se reivindica en Occidente como derecho es la dignidad de la persona entendida en términos de autonomía individual, comienza a ser problemático argumentar que cualquier otro delito no esté también en condiciones de ser reclamado como derecho. Si entonces se añade que el otro límite viene determinado por el consenso social, los que libremente no quieran someterse a tal consenso, así como los que no tienen en modo alguno la posibilidad de tomar parte en él –como los no nacidos– se encontrarán siempre en situación de inferioridad, condenados a una suerte de ostracismo moderno, porque por no tener, no tienen siquiera la voz potente que los ecologistas prestan a las focas.
La crisis de Occidente, en efecto, encuentra su último reflejo en el relativismo moral imperante, que según Spaemann comporta la obturación de la tendencia universalista del pensamiento europeo. En última instancia, sin embargo, se trata de una crisis de racionalidad, es decir, de una crisis metafísica. Ahora no viene al caso hacer historia, pero en cambio sí procede detenerse en una de las consecuencias más palmarias de la crisis de racionalidad : la falta de densidad en la comunicación.
Cada vez resulta más cercana la imagen de una Europa que no pasa de ser un mosaico de culturas incomunicables, es decir, un conjunto de particularidades incomunicables. Algo semejante podría decirse de Estados Unidos. El acierto de Ridley Scott con su película futurista Blade Runner (1982), consistió precisamente en proyectar una situación como la descrita en la ciudad de Los Angeles a la vuelta de cuarenta años. El resultado es un ejemplo del caos comunicativo que hoy ya no nos resulta tan lejano. Importa notar, en efecto, que ahora no se trata, como antaño, de que Europa promueva su estilo de vida en otros lugares. Al contrario, el multiculturalismo plantearía en principio, por vez primera, una exigencia diversa: la de encarnar ese estilo de vida universalista en el interior de sus fronteras; el problema radica en que esta exigencia tiene lugar cuando la propia cultura europea se encuentra aquejada de una crisis interna sin precedentes, por la que ve sacudidos sus cimientos.
La crisis de comunicación que observamos a todos los niveles en nuestra sociedad, tiene que ver con la progresiva clausuración de una particularidad sobre sí misma, es decir, con la absolutización de lo particular hasta el extremo de no dejar resquicio para lo común, que, como su nombre indica, constituye la base de la comunicación humana; no cambia mucho las cosas, por otra parte, absolutizar lo común hasta el extremo de no dejar lugar para el disenso, porque también la ausencia de diferencia convierte en irrelevante la comunicación. La clausuración del individuo o de la comunidad sobre sí misma se comprueba en la masiva asimilación del irracionalismo, sea de signo sentimental o voluntarista, como forma general de vida. Por eso la exaltación indiscriminada de toda manifestación particular por el solo hecho de serlo –particular es aquí tanto el individuo genial como el grupo minoritario– constituye hoy una señal preocupante de las dificultades internas para superar esa ausencia de comunicación y entendimiento.
Para explicar esa dificultad de comunicación, se invoca a menudo la diferente procedencia cultural, es decir, la procedencia de diversas tradiciones. En este punto, no obstante, se hace necesario establecer las distinciones oportunas. Las tradiciones no son irracionales, sino, muy al contrario, condensación de una racionalidad vital que se ha comprobado eficaz para dirigir la vida de un grupo durante mucho tiempo. Sólo por esto pueden las tradiciones someterse a crítica racional. Ciertamente existe un irracionalismo consistente en la cerril clausuración en una tradición concreta negándose a toda crítica. Eso es el tradicionalismo. Pero pensar y vivir desde una tradición nada tiene que ver con esto.
De acuerdo con lo anterior, cabe pensar que las dificultades de comunicación intercultural las tenemos planteadas por dos frentes: de una parte la crisis de racionalidad recién mencionada, que afecta a Occidente. De otra, la ausencia de tradición crítica en muchas de las culturas que hoy vienen a nosotros. Lo decisivo en este asunto reside efectivamente en que, por una parte, esos grupos culturales minoritarios de ordinario no parecen transidos en el mismo grado de aquella tendencia universalista tan característica del pensamiento europeo, lo cual constituye un obstáculo a la hora de la comunicación entre culturas, tan necesaria para que se dé una convivencia generadora de cohesión social; por otra parte, no es un obstáculo menor para la comunicación, la razón escindida y abstracta –finalmente sólo razón técnica– que Occidente mismo ha recibido en herencia de la modernidad. El problema de los nacionalismos testifica hasta qué punto, con demasiada frecuencia, la rigidez de la razón política moderna no ha acertado a reconocer en la diversidad de culturas la unidad de fines imprescindible para el gobierno, respetando al mismo tiempo la idiosincrasia de cada pueblo.
Vacío de racionalidad prática
Se trata de dos importantes vacíos de racionalidad práctica. ¿Cómo trascender el particularismo irracional que potencialmente equivale a la guerra? ¿Cómo activar o reactivar la racionalidad práctica? Pensar que el discurso racional es la primera medida es claramente una propuesta utópica. Menos grandiosa pero notablemente más práctica es la alternativa sugerida por Spaemann: el trato. La razón surge en el trato. En primer lugar el multiculturalismo es un problema de convivencia, por tanto de aceptar al otro como ser humano. La cohesión de una sociedad no es primariamente un asunto de leyes, si bien las leyes pueden contribuir a generar una mentalidad favorable a determinados grupos marginados. El problema del multiculturalismo es ciertamente un problema de racionalidad práctica, y en consecuencia importa mucho advertir que ésta surge en el trato. No todo universalismo es técnica o utopía. Por el contrario, existe un universalismo tópico, es decir, arraigado en la propia dinámica de la vida humana, y más precisamente en la propia naturaleza humana. Tal universalismo apela desde el principio a una racionalidad práctica que surge por vez primera en el trato. Pienso que, a diferencia del universalismo utópico, sólo comprensible para quien previamente ha entrado en contacto con la tradición europea, éste otro univesalismo –tópico, quiero llamarle– se encuentra en condiciones de encontrar eco en otras culturas, pudiendo constituir la base de un entendimiento gradual.
Es tal vez el momento de citar otro pasaje de la novela de Steinbeck. Se trata de una conversación central, en la que Lee les relata a Samuel Hamilton y a Adam Trask cómo años atrás, interesado en conocer la interpretación exacta del fragmento del Génesis en el que Yahvé recrimina a Caín el haber matado a su hermano, acudió a un grupo de ancianos chinos que se dedicaban a resolver los problemas de su familia en la comunidad china de San Francisco. El asunto tiene su historia. Lee no se había quedado satisfecho con las diferentes traducciones que del mismo pasaje aparecían en dos Biblias que había consultado:
«Esa historia me causó una impresión muy profunda, y la releí palabra por palabra. Cuanto más pensaba en ella, más llena de profundidad me parecía. Luego me puse a comparar las traducciones que poseemos…, las cuales son muy parecidas. Pero había un pasaje que me preocupó mucho. La versión del rey Jacobo dice así: “Si obraras bien, ¿no serías aceptado? Y si obraras mal, ¿estará el pecado a la puerta? Y él siente apego por tí, y tú le dominarás a él”. Fue ese “tú le dominarás”, lo que me sorprendió, porque parecía una promesa de que Caín podría dominar el pecado (…).
Luego cayó en mis manos un ejemplar de la edición popular americana de la Biblia. Entonces era muy reciente. Y era muy diferente en este pasaje. Decía: “Gobiérnale a él”, lo cual es muy distinto. No es ya una promesa, sino una orden. Empecé a dar vueltas a esto, preguntándome cuál debía ser la palabra original que había dado estas versiones tan diferentes (…)».
Es entonces cuando Lee decidió solicitar la ayuda de aquellos ancianos chinos:
«Yo sometí respetuosamente mi problema a uno de esos sabios, le leí la historia y le pregunté qué conclusión sacaba de ella. A la noche siguiente, se reunieron cuatro de ellos y me invitaron a discutir en su compañía. La controversia duró toda la noche. (…) -Tiene gracia –dijo–. Sé que no me atrevería a contárselo a casi nadie. ¿Se imaginan ustedes a cuatro ancianos caballeros, el más joven de los cuales tiene actualmente más de noventa años, poniéndose a estudiar hebreo juntos? Contrataron a un rabino muy culto. Se aplicaron al estudio, como si fuesen niños. Libros de ejercicios, gramática, vocabulario, frases sencillas… ¡Tendrían ustedes que ver el hebreo escrito con tinta china, valiéndose de un pincel! El tener que escribir de derecha a izquierda no les preocupaba tanto como le hubiera preocupado a usted, ya que nosotros escribimos de arriba abajo. ¡Oh, llegaron a ser unos pendolistas! Y penetraron hasta las mismas raíces de la cuestión.
-¿Y usted? -preguntó Samuel.
– Yo seguía sus estudios, maravillándome ante la belleza de sus mentes altivas y transparentes. Empecé a amar a mi pueblo, y por vez primera deseé ser chino. Cada dos semanas me reunía con ellos, mientras en mi habitación de aquí llenaba hojas y hojas de signos. Me compré todos los diccionarios hebreos conocidos. Pero los ancianos siempre estaban más adelantados que yo. No tardaron mucho en sobrepasar, incluso, al rabino, el cual se vio obligado a requerir el concurso de un colega. Señor Hamilton, usted hubiera tenido que asistir a algunas de aquellas controversias y discusiones nocturnas. Las preguntas, el examen atento, ¡oh, aquellos hermosos razonamientos!…, la maravillosa facultad de discutir.
Después de dos años comprendimos que ya podíamos intentar una lectura de los dieciseis versículos del cuarto capítulo del Génesis. A mis viejos amigos les pareció también que aquellas palabras “tú le dominarás” y “gobiérnale a él” eran muy importantes. Y he aquí el oro extraído como resultado de nuestras excavaciones: “tú podrás dominarlo”. Tú podrás dominar el pecado. Los ancianos caballeros sonrieron y asintieron, pareciéndoles que aquellos años habían sido bien empleados. Aquello contribuyó a sacarlos de su cascarón chino, y ahora se han puesto a estudiar el griego (…)».
Me ahorraré los comentarios de Hamilton y Lee a este descubrimiento. El pasaje me interesa como ilustración de una idea; es todo un ejemplo de apertura y comunicación intercultural, y muestra implícitamente cómo el contacto con una cultura puede –en este caso– hacer renacer el aprecio, el reconocimiento por ella. Que podamos hacernos cargo de la historia es un argumento a favor de la sintonía con una racionalidad no ostentosa, una racionalidad anclada en la naturaleza humana. Poco después, conversando con Samuel Hamilton y Adam Trask, Lee les comenta «¿Y saben ustedes que aquellos ancianos caballeros que se deslizaban suavemente hacia la muerte tienen ahora mucho interés en vivir? – ¿Querrá usted decir que esos chinos creen en el Viejo Testamento? – preguntó Adam. Lee respondió -Esos ancianos creen en una historia verídica, y conocen si una historia es verídica cuando la oyen. Son críticos de la verdad. Saben que esos dieciseis versículos son una Historia de la Humanidad en cualquier época, cultura o raza».
Un universalismo tópico
A menudo se dice que en la base del entendimiento entre culturas se encuentran los derechos humanos. Natuaralmente, se trata de una afirmación que no resuelve nada, pues cada cual rellena la fórmula «derechos humanos» con un contenido distinto. En este sentido, el pasaje recién citado tiene la virtualidad de apuntar a algo más fundamental que cualquier declaración de derechos humanos. Estos, después de todo, tienen también su origen en la concreta tradición europea, y no siempre pueden ser comprendidos sin problemas por gentes procedentes de otras tradiciones, como sabemos por las conversaciones acerca de los derechos humanos mantenidas con los árabes. En cambio, más fundamental que esas declaraciones positivas es la referencia a la naturaleza humana, y concretamente, en el texto anterior, a la sintonía con lo que de un modo u otro se intuye como verdadero.
No se me escapa que el concepto de una «naturaleza del hombre» es uno de los más problemáticos de la historia del pensamiento europeo. Y con todo, me parece que es precisamente apelando a la naturaleza, más que a cualquier declaración de derechos humanos, donde cabe encontrar un punto de contacto con otras culturas. Pienso, en efecto, que en la naturaleza humana encontramos las bases de ese universalismo tópico, un universalismo que nace «desde abajo», desde el trato humano, desde el contacto de unos hombres con otros; éste ha sido desde siempre el motor del cambio cultural. Tal universalismo tiene a su favor su carácter comprensivo y atento a la peculiaridad de cada pueblo y de cada hombre, porque mientras señala unos límites negativos para la acción humana con sentido, positivamente se encuentra abierto a las aportaciones que desde diversas tradiciones se dirigen a promocionar el bien humano.
Todo ello me lleva a pensar que el modo más razonable de abordar el fenómeno del «multiculturalismo» no va tanto en la línea de una permanente consideración sustantiva de las culturas, cuanto en la línea de aceptar la posibilidad práctica del cambio cultural y personal. Nada se opone a proteger las minorías culturales como pautas de sentido, sobre todo mientras no haya nada mejor que ofrecer. Pero al mismo tiempo es necesario no perder de vista que un hombre no es un ser por principio incapaz de cuestionar aspectos de su cultura, como tampoco es un ser que pueda decidir y optar frente a todas ellas con plena lucidez y vacío de prejuicios. Aceptar la posibilidad del cambio es una indicación de la mayor relevancia para la antropología filosófica, y para la filosofía política, de la cual se siguen, además, importantes consecuencias de orden jurídico.
Por de pronto, si asumimos seriamente la posibilidad del cambio, se nos hará manifiesto que, lo más razonable es considerar al hombre como «un buscador». El hombre cambia porque busca y, a veces encuentra. Esto no quiere decir que los hombres estén perpetuamente en actitud de búsqueda, ni que busquen siempre con la misma intensidad. A veces suspenden la búsqueda. Otras veces la reemprenden. Pero de lo que no cabe duda es de que sus cambios responden a algo muy enraizado en su naturaleza, y que podemos describir así: como su condición de «buscador». La presencia de una variedad de culturas significa intensificar las ocasiones de búsqueda, y, casi en la misma medida, de mezcla cultural. Las síntesis culturales las realizan los individuos con sus vidas. Algunas de esas síntesis son excesivamente idiosincrásicas como para ser compartidas, pero otras pueden serlo, y entonces se constituyen en una cultura renovada.
*Departamento de Filosofía, Universidad de Navarra.
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