Convivencia de cartón-piedra
Siempre que en televisión se emite una serie histórica española, surge la sempiterna cuestión sobre su rigor. Productores y guionistas de la serie juran y perjuran entonces que han sido respetuosos con los hechos históricos, que han cuidado al máximo la ambientación, y que solo se han tomado ciertas licencias en aras de la tensión dramática. Lo que en realidad quieren decir, sin embargo, es que los guionistas han leído algún manual sobre la historia del período, que los becarios han recopilado imágenes de museos para dar verosimilitud al atrezzo, y que todo lo demás se ha inventado para satisfacer los supuestos gustos de la audiencia. Tampoco hay que escandalizarse mucho. Se trata de series de ficción, a las que exigir fiabilidad histórica sería lo mismo que pedir a los dibujos animados de Walt Disney que reflejen con rigor el comportamiento del mundo animal.
La serie «Toledo», estrenada por Antena 3, no es una excepción. Ambientada en la ciudad del Tajo en pleno siglo XIII, propone un drama sobre la difícil convivencia entre cristianos, musulmanes y judíos que allí vivían. Aprovechando el enfrentamiento que realmente existió entre Alfonso X el Sabio y su hijo, Sancho, los guionistas se han sacado de la manga un conflicto en el que los buenos, con el Rey a la cabeza, son paladines de la tolerancia con judíos y musulmanes, mientras que los malos, apoyados por Sancho, aprovechan cualquier excusa para intentar rebanar cabezas de infieles. Los nobles y eclesiásticos retratados como personajes históricos son inventados, las historias de amor imposible son, en efecto, imposibles, y las peleas que alimentan la acción están traídas por los pelos. Todo huele a trama precocinada, que lo mismo podría transcurrir en la Castilla medieval que en la Rusia de los zares.
Con todo, el pretexto de la serie responde a un tema histórico real, desarrollado por el gran filólogo Américo Castro, quien contraponía la convivencia entre las religiones monoteístas que habría existido en algunos momentos, frente a la intolerancia encarnada por la Inquisición o las expulsiones de judíos y moriscos que acabó prevaleciendo. Como la Historia de España había acabado mal —y el exilio de Castro tras la Guerra Civil era prueba de ello—, la convivencia medieval se convirtió en ejemplo de una de esas oportunidades perdidas en el malhadado devenir de este país. Últimamente además el concepto ha conocido una nueva vida, hasta el punto de haber sido adaptado al inglés, pues no existe en esa lengua un vocablo que exprese las tonalidades rosáceas que «convivencia» evoca para quienes consideran el medievo hispano como ejemplo de sociedad multicultural. Es algo ingenuo, sin embargo, pensar que la Edad Media pueda ser ejemplo para nuestras democracias avanzadas. La noción de tolerancia era impensable en sociedades en las que la presencia de comunidades religiosas distintas a la dominante solo era consentida, y en las que la cerrazón sectaria, la segregación, o la violencia estaban a la orden del día. Es, pues, más exacto hablar de coexistencia de religiones que de auténtica convivencia, aunque el tema es fascinante y complejo, pues ofrece infinidad de matices.
Lástima que las series tengan tan poco respeto por ese público ávido por conocer el pasado, que con toda seguridad se esconde bajo los índices de audiencia, y lástima también que ese pasado esté a veces sepultado en mamotretos que en demasiadas ocasiones los historiadores escribimos para nosotros mismos. De poco sirve lamentarse por la calidad, generalmente ínfima, de las recreaciones históricas de novelistas, periodistas o guionistas que ejercen nuestro oficio, si los historiadores no somos capaces de transferir de forma más adecuada ese precioso conocimiento que decimos atesorar. Quizá si lo consiguiéramos, podríamos convencer a más de uno de que cualquier tiempo histórico fue mejor que cualquier ficción.
*Eduardo Manzano es Director del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC.