Ché Laden
Nacho Ruiz.- Todos pensamos que somos buenas personas. Hacemos las cosas por mejor, incluso cuando dañamos a otros lo hacemos sin mala intención. Por ejemplo, siempre he pensado que Hitler pensaba que hacía las cosas por una causa superior y buena, estoy convencido de que se veía a sí mismo como un humanista. Y esto es porque la línea entre el bien y el mal no está muy definida, o la dibujamos nosotros mismos como queremos o como nos enseñan. En Génesis 3:14-1, Dios dice: «Y serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal». Génesis, y nos prohibió comer del árbol de la ciencia con las consabidas repercusiones. Y así seguimos, siendo sólo humanos.
Las dos personas que centran estas líneas; Ché Guevara y Bin Laden, tienen muchas más cosas en común de lo que se pudiese pensar, aunque hay abismos en otros aspectos. Ambos muertos a manos de Estados Unidos en operaciones poco claras que tienen que ver con el espionaje. Los dos han sido grandes mesias para pueblos oprimidos; el latinoamericano en los 60, el Islam en la pasada década. Ciertos sectores han querido identificar a uno con el otro en base a este nexo y a su feroz combate con EEUU. Pero esto es un apriorismo no muy inocente.
Ernesto Guevara no fue un terrorista, fue un guerrillero. En España deberíamos entender muy bien la diferencia, ya que El Cura Merino o el Empecinado son héroes en nuestro imaginario, el imaginario del país que inventó la guerrilla para echar al gabacho. Aquí fueron héroes, en Francia eran considerados más bien terroristas. Quizá ahí radique la cortante diferencia semántica: en quién valora al sujeto. El Ché, tan de moda en las revistas norteamericanas de los 60, como Life, cuando apareció junto a Fidel, Cienfuegos y los otros barbudos, combatió con técnicas de guerrilla desde Sierra Maestra a La Habana para derrocar a un dictador, Batista, títere del vecino estadounidense.
Después ocupó la cartera de Industrias, se distanció del rumbo que Fidel daba a la revolución -que ha acabado en rancia dictadura- y, por el camino, se convirtió en la inspiración de cientos de millones de jóvenes en aquellos 60 en los que se creía que aún se podía inventar un mundo mejor. Pero, parafraseando a Kevin Johansen, lo mataron como a un perro en Bolivia. Traicionado, aquel que gracias a la foto de Korda era ya un ídolo pop universal, murió tiroteado de manera cobarde bajo el auspicio de la CIA. Una foto de Freddy Alborta muestra al joven nuevo Jesucristo con los ojos entreabiertos, en una morgue miserable. Otro icono más. Fotogénico hasta la muerte.
Para evitar especulaciones y con ello potenciar mitos a la manera del Ché, a Bin Laden, después de muerto, lo han tirado al mar. Hijo de una familia rica, también estuvo muy de moda en Estados Unidos cuando combatía a los soviéticos en Afganistán. Fanático religioso, encontró en los talibán la pureza espiritual que debería quitar la bota del opresor yanki de la cabeza del Islam. Un iluminado con el conocimiento de los puntos débiles del enemigo, los recursos y la necesaria inhumanidad como para acometer la atrocidad de las Torres Gemelas. El nombre del Ché está relacionado con Nueva York por su conocido discurso en el pleno de la ONU de 1964 en el que denunció la invasión de Playa Girón y acabó con un «patria o muerte» aplaudido durante interminables minutos. Bin Laden está vinculado a NY como redactor de la más repugnante ofensa a la vida humana que allí haya tenido lugar. El yemení aplicó aquí una máxima tan antigua como el terror en sí, la aplicada por el Viejo de la Montaña a su secta, los Asesinos: si matas a uno que sea de forma muy violenta y en público, porque de los 100 que presencien el asesinato, al menos 10 se verán tan impactados que abrazarán tu causa. Este precepto es la base del terrorismo desde el siglo XI, como recoge Amín Maloouf en el que debería ser uno de nuestros libros de cabecera, ‘Las cruzadas vistas por los árabes’.
Dentro de las muy singulares buenas relaciones que mantuvo el franquismo con la Cuba castrista, quedó registrada en 1959 la visita del Ché a Madrid en los negativos de César Lucas. Le abrieron Galerías Preciados para que comprara un máquina de escribir, lo llevaron a ver una plaza de toros y a Chicote.
El nombre de Bin Laden se asocia a la ciudad de los gatos por haber atacado de forma cruel a los que no podían ir a trabajar en coche, a los que viven en el extrarradio, a los obreros, a la buena gente humilde de Madrid, que ese 11 de marzo iba a trabajar, ese es el punto de contacto de Bin Laden con nuestro país, maldita sea su alma, putrefacta por toda la eternidad.
Que no se interprete ingenuidad en mis palabras, soy consciente que el Ché tenía las manos manchadas de sangre, pero estamos ante dos cosas muy distintas, como distintas son las motivaciones, los momentos históricos y, sobre todo, las repercusiones de sus actos.
Sin embargo hay algo que desde Occidente no llegamos a ver y que los une de manera preocupante: las camisetas. Esa warholiana imagen del argentino en millones de T-shirts de jóvenes ideológicamente concienciados (o no) tiene su paralelismo en otros tantos millones de camisetas en Indonesia, Pakistán, Malasia: los viveros del islamismo más radical. Pese a los esfuerzos de la administración Obama por evitar los errores que cometieron con la filtración de las fotos del Ché muerto en La Higuera, el santuario físico da igual, millones de tarados tienen ya su Ché Laden.
La negación de lo evidente es reacción de estúpidos, y sería una insensatez no ver que los pueblos se identifican con caudillos violentos que luchan en su nombre: nosotros mismos somos la nación de Viriato, para aclararnos. El sanguinario demonio que nosotros vemos es un purísimo guerrero musulmán por el que hoy rezan millones de voces. Es algo más que un doloroso recuerdo. Es un nuevo ídolo pop para parte de una sociedad, no tan lejana, que piensa que, para conseguir un mundo mejor, nos tienen que hacer la guerra a nosotros.